Aburrimiento

Joaquín contempla.

Joaquín aprecia las lucecitas que se reflejan en los ojos, oscuros, de la mujer. Baja la mirada hacia esos labios, luego hacia ese cuello; después a ese escote que sube y baja en cada respiración. Y decide acercarse un poco más. Nota que la mujer no retrocede, más bien eleva su rostro hacia él. Sutil.

Joaquín siente una mano, sutil, en su pecho. Que no lo detiene, lo toca. Y es cuando aproxima, lento, sus labios a los de ella. Sin tocarlos. Joaquín aspira, hasta cerrar los párpados, el aroma a frutas de su aliento. Y se deja llevar por ese ritmo como si fuera por una cumbia. La besa.

Amarrado está en ese beso; en las lenguas, en los labios, en tocar, en la fruta y en la respiración, en la cumbia, en el subibaja, en el cuello, en las tetas y en esas lucecitas que, al final, lo hacen sentirse en la nada… Porque no existen tales ojos ni labios ni cuello ni escote ni respiración alguna más que sus en pensamientos. Nada más.

Es que Joaquín contempla. Joaquín aprecia las lucecitas que se reflejan en la extensión, oscura, de la ciudad; vistas desde su sexto piso en un viernes por la noche.

Y cuando regresa al salón descubre ahí a su mujer con dos sorpresas: En su mano una botella de vino y en su mirada unas lucecitas reflejadas.

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